Hay elementos del arte que tocan fibras difíciles de alcanzar. Y a veces eso se puede generar. Tres minutos cuarenta segundos de una canción exquisita con un video que hice en algún momento del año 2010 me teletransporta a quién sabe dónde. Y también a ese día, en esa casa, con los chicos chicos y esos tres minutos cuarenta segundos que dura el trompo de juguete en parar a me llevan a ese preciso lugar, a esa tarde de Buenos Aires, donde entraba la luz justa por la ventana de la cocina y la voz de Madison chiquita al final sugiriendo que le saque una foto además de filmar. Lo volvería a escuchar cientos de veces y no me cansaría. Y cada vez que escucho esa misma canción en cualquiera de sus versiones mi mente va al mismo lugar. Aunque me asusta el hecho de desvanecerse hacia lo gris, ese momento de la vida, esos tres minutos cuarenta segundos en blanco y negro me maravillan.
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